Te odio de verdad. Te odio en serio. Todo lo que soy yo odia lo que sos vos. Te odio cuando giro la muñeca. Te odio con el gesto con que sostengo el lápiz. Te odia el ruido que harían mis huesos más minúsculos si quedaran atrapados entre las fauces de una morena. Te odia cada corpúsculo que canta en cada uno de mis capilares. Mucho cuidado, ojito, que te odio. La pelusa verdiazul que quedó enganchada debajo de la uña del tercer dedito de mi pie y que me estoy tratando de sacar te odia. La historia de este llavero te odia. Mi suspiro de fondo mientras te demorás eligiendo las castañas de cajú te odia. El pececito dorado de mi genialidad te odia. Mi aorta te odia. Mis ancestros también. Una ventana cerrada es una ventana cerrada a la vez que un símbolo evidente de cuánto te odio. Mi voz, áspera como un sambenito: odio. Mi reticencia cuando me invitás a salir en tu coche: odio. Mis amables buenos días: odio. ¿Viste que cuando tengo sueño te froto la cabeza por la axila? Eso también es odio. La parte blanca del blanco móvil que son mis ojos expresan odio. Mi ingenio lo practica. Mis tetas que descansan en sus fundas de la mañana a la noche te odian. Capa tras capa de odio: un postre helado. Horas después de nuestra última pelea, blandiendo el entusiasmo afilado del odio, te disecciono célula por célula, para así odiar una por una a placer. Mis pulmones, gemelos mentirosos, se hinchan de la absoluta legitimidad de mi odio, que no se cansa nunca de vos, sin aliento, como dos idealistas en un submarino que se está yendo a pique.
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